23/9/08

De la Rigaerstrasse a la Lübbener Strasse


Empezamos por la Rigaerstrasse. Ubicada en uno de los barrios del antiguo Este, Friedrichshain, y cerca de una parada del S-Bahn, o tren de cercanías, es uno de los emblemas del barrio y uno de los pocos lugares donde aún se conserva algo de lo que fue el movimiento okupa en esta ciudad. Casas como la 84, ya no están ocupadas pero fueron cedidas por un módico precio y sus habitantes siguen funcionando de manera comunal, en lo que se conoce como Wohnproject o casa-proyecto, es decir, un edificio compartido cuyos habitantes deben tener los mismos objetivos políticos, sociales, culturales o artísticos. En sus cinco plantas y patio programan actividades como, cine, comedor popular, conciertos, charlas, etc. y en las noches más animadas abren “el agujero”, un sótano en el que se dan conciertos y al que se accede por un hueco en la acera del edificio. Otros locales como el Fischladen resisten también al proceso de aburguesamiento que está viviendo toda la zona desde hace algunos años. Los domingos suelen proyectarse buenas películas gratis.
Así, la asociación “Berlín oriental: comunista” y “Berlín occidental: capitalista” es lo primero que debe recordarse cuando se quieren pasar unos días aquí, pues toda la ciudad está distribuida, incluso hoy en día, de esta manera. Cosa extraña de los habitantes de por aquí es que todo el mundo sabe, realmente, dónde están los cuatro puntos cardinales, por lo que no es raro oír, en las indicaciones que nos dan cuando preguntamos por una calle, cosas como "hacia el este" o "no, eso está al norte de". Por eso, para notar las primeras diferencias entre una zona y otra, desde la Rigaerstr. debemos pedalear en dirección suroeste, hacia el Oberbaumbrücke.
Este puente, que salva el río y las antiguas instalaciones del muro que dividía la ciudad, va a dar justo al otro lado con el barrio de Kreuzberg, conocido también como Barrio turco, que pertenece ya a la parte occidental.
Antigua frontera entre los sectores ruso y estadounidense, está construido en ladrillo con dos torres y tres ojos, y es uno de los pocos restos de arquitectura modernista que quedan, a pesar de haber sufrido tantos daños: bombas en la II Guerra Mundial, torretas de vigilancia durante la división y tráfico, hoy en día. Forma parte del escudo del barrio, siendo el único puente de conexión entre estas dos zonas que constituyen un mismo distrito. A finales de los noventa fue restaurado por el arquitecto español Calatrava dándole de nuevo el aire de iglesia ortodoxa rusa y cuento de hadas de la tundra que siempre tuvo. En él, para celebrar la reunificación de los dos barrios, cada Junio o Septiembre (depende de cómo les vaya a los organizadores), se lleva a cabo la Wasserschlacht: una guerra entre vecinos de ambos lados del puente, en la que se tiran agua, tomates, huevos y cualquier cosa podrida que pueda hacer ¡Chof! en tu cuerpo. Además, se hacen en él otro tipo de eventos, como mercadillos, fiestas populares con orquestas, bailes y salchichas, o mítines políticos. Pero también, simplemente se pasa: andando, en metro elevado, en bici, en coche o en barco; y desde él se tiene una de las vistas más bonitas de la ciudad, con el río, los árboles, las ruinas del muro, los edificios modernos y antiguos del centro y una escultura de 20 ó 30 metros de altura que se llama "El hombre molecular": tres tipos planos, hechos en metal agujereado, que se dan un abrazo y se yerguen en mitad del río, para representar la fraternidad entre estos dos barrios y un tercero, el de Treptow, que también quedó dividido por el muro. Por eso, no es raro ver a decenas de personas tomando una cerveza, apoyadas en la barandilla, viendo la puesta de sol.
Pues bien, el paseante que llegue hasta aquí descubrirá lo que significa realmente esta transformación entre Oriente y Occidente, entre Friedrichshain y Kreuzberg. Tránsito en el que no sólo cambian los edificios, sino también la gente. Sólo apunto el ejemplo más claro: en las zonas occidentales, se recibieron inmigrantes turcos, principalmente, así como de otros países capitalistas; en la parte oriental, la gran mayoría de los extranjeros que llevan viviendo más de veinte años son eslavos y chinos o vietnamitas. Tanto los unos como los otros tienen la gran parte de las fruterías de Berlín, así, que cuando uno vaya a comprar una manzana, tendrá que vérselas con acentos, pronunciaciones y modos de relación cliente-vendedor muy diferentes.
De este modo, al cruzar el puente hacia Kreuzberg, esta diferencia será algo llamativo desde los primeros momentos. Ya uno lo percibe al ver la cantidad de antenas parabólicas que hay en esta parte o en la proliferación de restaurantes indios y turcos.
Si uno quiere detenerse por aquí, siempre y cuando sea lo suficientemente tarde, podrá hacerlo en uno de los bares más divertidos de la zona: el karaoke de la Lübbener Strasse: un tugurio subterráneo situado en una calle de aspecto burgués decimonónico (fachadas con frisos y columnas, árboles viejos, adoquinado, luz tenue, silencio), local que debió ser, hace años, un burdel. Para entrar se llama al timbre y cuando la puerta se abre automáticamente, se bajan las escaleras de caracol. Durante la bajada, uno ya va percibiendo la pesadez del aire, el calor y la música, hasta que al llegar a la primera de las varias habitaciones que hay, donde están la barra y la mesa de billar, uno se da cuenta de que por encima del God save the Queen se oyen voces acolchadas que gritan otras letras: son fans desesperados que cantan en sus cabinas privadas. Luz anaranjada, mezcla de gentes: un camarero con acento australiano, algún turcoalemán, españoles, alemanes; ambiente cargado, olor a sudor y un frigorífico de donde uno mismo se sirve las cervezas, mientras espera a que le asignen sala. El viajero puede encontrar entre la lista de canciones grandes éxitos de Miguel Bosé, Michael Jackson, Sly & The Family Stone, Bisbal, Dirty Dancing, KrisKros, Depeche Mode, Nirvana y muchos más. El local cuenta con dos carpetas enormes donde está todo el repertorio que luego se puede poner en el DVD de la cabina. Además, la música, a diferencia de en otros karaokes, está muy bien imitada. Sin embargo, lo mejor de todo no es eso, sino el ambiente que uno puede ver en las cabinas, donde el dicho de ser estrella por un día se cumple. No importa no poder seguir la letra en la pantalla de la tele, no importa no tener ni idea de inglés; lo que importa es coger el micro y sentir el groove.

7/9/08

Más allá de Ostkreuz


Si el paseante, por casualidad, decide adentrarse por lugares no mencionados en las guías, uno de los más interesantes es el Cruce del Este, un lugar de paso de trenes, vías muertas, descampados donde se mantienen a duras penas antiguos depósitos de agua, casetas de guardagujas y naves industriales del XIX, en ruínas. La propia estación de S-Bahn (tren de cercanías) da una idea del complejo proceso de reinvención en el que está metida la ciudad: mezcla de mobiliario de casi todas las épocas desde que se inauguró a finales del 1800, los más modernos trenes circulando día y noche, restos de metralla de la II Guerra Mundial, vegetación salvaje y unos dos millones de pasajeros al día.
La zona de Ostkreuz en Friedrichshain (nombre en alemán), colindante con el río Spree y los barrios de Lichtemberg y Treptow, es uno de los últimos lugares de Berlín donde sobrevive el espíritu de sociedad nueva que surgió al caer el muro, basado en la libertad, la creatividad, la confraternidad y la gratuidad. Gracias al „vacío de poder“ generado durante los siguientes años y a la gran cantidad de espacios abandonados en el Este (por la pérdida de población en la RDA antes y después de la reunificación), toda la parte oriental se convirtió en destino preferido de artistas de toda clase y del movimiento „okupa“ internacional. Éste ha ido desapareciendo, pero una parte de su modo de trabajo autogestionado permanece todavía, al margen del control institucional. Unos y otros, artistas y okupas, mezclados o siendo lo mismo, han sido condición básica para la explosión cultural producida a finales de los noventa y que, hoy en día, ha llevado a que Berlín sea considerada de facto la capital cultural europea.
Al otro lado de la estación, por ejemplo, si se va en dirección sureste, a orillas del río y muy cerca de uno de los puertos, se sitúa la Alte Weberei, un edificio de ladrillos, en estilo industrial del s. XIX, que fue una fábrica de textiles hasta la guerra, cuando fue parcialmente destruida. Después, durante la división, el muro recorría esta zona, y tuvo diferentes usos hasta que en el año 1990 fue definitivamente abondonada. Cinco años después, una asociación llamada Unkul (algo así como „lo-no-guay“) la ocupó para desarrollar sus proyectos culturales .

Su estado, hoy en día, a pesar de estar protegida, es decadente: mezcla de ruína y exuberante vegetación. Al entrar por el jardín, antiguo paso de camiones, un domingo de Primavera o Verano, uno ya puede oir la música de alguno de los grupos o pinchas que suelen actuar: jazz, funk, electrónica... La sensación es de extrañeza y sorpresa, se percibe enseguida el ambiente relajado y placentero, cruce de sonrisillas. El mundo gira al ritmo de la música, bajo el sol. Las fiestas suelen comenzar en torno al mediodía y duran hasta la noche o hasta que llega la policía. Sin embargo, muy al contrario de lo que se pensaría, normalmente se negocia la hora de cierre con los organizadores, bajo promesa de no armar demasiado escándalo.
En la parte trasera está el resto del patio, que da al río, con árboles centenarios, abundante hierba, bancos, tumbonas, mesas, un par de barbacoas, un quiosco de salchichas y hasta una mesa de ping pong. En esta parte del edificio se abre una de las naves de la fábrica, donde hay un bar, sillones y, al lado, un pequeño escenario. Aquí se puede disfrutar, no sólo de la música, sino también de actuaciones de teatro, espectáculos infantiles y lecturas literarias. Algunos de los grupos de escritores pop de la ciudad se reúnen aquí para presentar sus últimos textos, al atardecer. En el interior, entrando por un costado, se accede a las salas de exposiciones y a los talleres de artistas, en los que se pueden ver instalaciones de video, fotografías y pintura.
Si el paseante tiene la suerte de llegar hasta aquí y de ser atrapado por la larga caída del sol y su luz anaranjada de primeros de Julio puede que, entonces, en ese instante, se enamore de Berlín y se entregue decidido a su canto de sirenas. Una vez perdido entre esos acentos extraños, tal vez, comprenda que lo importante del paseo no es su duración o el número de lugares visitados, sino la capacidad de entrega al lugar que tenga uno y la intensidad con la que se deje llevar. Sólo así puede que aprenda algo.

30/6/08

La Leona

Los árboles se desentuman y extienden sus ramas hacia el verano, alargando los tonos verdes hasta el rojo de los arces o el plata álamo. Así llega la “estación”, con el sol vertical sobre el cemento y un no saber dónde parar. Y cuando en este deambular uno piensa que ya llegó su hora, entra por la calle Juan Mambrilla y otra ciudad se abre ante sus ojos, como en el poema de Montale cuyo cantor teme que la realidad se esfume al darse la vuelta. Pero no es la realidad el fantasma sino la ligazón del paseante con ella.
Efectivamente, es tan frágil la belleza de esta ciudad, está tan dispersa y fragmentada que resulta fatigoso perderse en ella, pues no hay rincones suficientes para desaparecer del mundo más de cinco o diez minutos y la huella histórica más lejana casi se ha borrado. Aberraciones arquitectónicas de la última mitad del siglo XX, eso llamado “desarrollismo”, construcciones franquistas baratas, que en su mayoría arrasaron el patrimonio artístico, invaden la vista del paseante y lo aturullan con su arrogancia y su mal estar. Los ojos se nublan tras una nube de ladrillo naranja.

Pero, tal vez por esto, esos espacios fugaces tan comunes en Valladolid, tan desenraizados del resto que lo rodea, como una brizna de hierba en una explanada de baldosas, se vuelven tesoros apetecibles y uno no quisiera jamás salir de ahí: lugares alejados del tráfico, verdes, hechos a la medida humana y habitables, desde los que se oye a las cigüeñas y a los gorriones. Flanqueada por casas señoriales antiguas y algún que otro palacio perteneciente a una orden religiosa, esta callecita estrecha cuenta con una librería perfecta para perderse durante horas: La Leona. A la medida de la calle, en este local forrado de arriba abajo de estanterías de madera, de las que rebosan libros antiguos y viejos, fotos, dibujos, grabados y flyers de todo tipo, podemos encontrar casi cualquier cosa: una edición decimonónica con pasta de cuero e ilustrada del Quijote, traducciones raras del alemán hechas por Borges, revistas de los años treinta o un diccionario informático de los setenta…Montañas de libros para entretenerse buscando, un rincón relajado donde el tiempo no corre.

Con un poco de suerte, en ciertas épocas del año, cuando el sol declina, si el paseante despistado se cuela en esta calle verá grupos de personas entorno a La Leona, reunidos a propósito de una lectura literaria, un concierto o, simplemente, haciendo malabares.

28/4/08

Lecturas


También puede ser que el paseante se encuentre con un banco de rémoras. La lectura que va a hacer el colectivo Rémora en la librería La Leona de Valladolid (30 de Abril) es uno de esos momentos para sentarse y disfrutar del paisaje. David Argüelles será el pez encargado de deleitarnos con sus cuentos.

13/11/07

El paseante


El influjo que ejerce el paseo no es tanto el encanto de recorrer la ciudad y la variedad de cosas que podemos hacer en ella. Esto son detalles casi ajenos a tal efecto que, además, pueden encontrarse en otros lugares y que tal vez no aprovechemos. Al fin y al cabo, lo que fascina de un paseo no es lo visto, sino aquello que miramos. Su influjo es, más bien, un tipo de fuerza gravitatoria que lo lanza a uno continuamente fuera de sí, lo aleja de caminos por donde acostumbraba a pasear y lo pierde por parajes desconocidos para, después, reportarlo a las soledades más profundas, donde hacemos cuenta de aquellas arrugas, cambios de color de piel, gestos, palabras, objetos preciosos que hemos ido recolectando a lo largo del paseo. Una vez dentro de este flujo, uno se siente arrastrado, sobrepasado por la fuerza de la corriente, y solo puede salir si se deja llevar, no a contracorriente. Por eso, nunca volvemos al mismo punto, no nos retraemos por los mismos caminos, pues no es únicamente que éstos cambien cada vez sino que nosotros también lo hacemos. Así que, en realidad, el hallazgo no es aquello que acumulamos, como heridas que van curtiendo nuestra piel sino la propia transformación, el vaivén que parece desprenderse de todo roce. Un círculo de personas te empuja a otro círculo y, al mismo tiempo, te abraza en su seno, igual que un barrio te acoge, te retiene y te impulsa hacia otro barrio. El hilo de Teseo que nos guía es precisamente tales roces que, como rémoras siguiendo nuestra estela, saltan una y otra vez desde el pasado y nos indican un sentido. La variedad de movimientos que se puede experimentar en Berlín favorece la consciencia de ese hallazgo, pero no lo garantiza. Al final esto puede resumirse en la frase de El Proceso: “te toma cuando llegas y te suelta cuando te vas”. La historia de cada uno, incluida la de la ciudad, es demasiado reciente como para ser recordada, inmersa en el atropello incesante de la actualidad, por eso se teje continuamente una red densa y tupida de recordatorios materiales, de apelaciones a la reflexión. Uno es los comentarios, las notas, los despuntes de una frase dicha a medias y sus ecos, lo que de ello pueda recordar y haya olvidado. Se trata de partículas desprendidas por efecto de ese movimiento, restos de la propia combustión, como fragmentos minúsculos de un cometa que llegan a la Tierra de vez en cuando. Son los signos de un paseo en proceso que conlleva una búsqueda y nos conduce una y otra vez a la duda, a ese estar expuesto a la posibilidad inminente, de los solares en obras, entre lo sido y lo que será. De ahí que la ciudad esté llena de buscadores, de obras, renovaciones, supervivientes, niños perdidos cercándose los unos a los otros en un encuentro siempre postergado, ya anunciado en esos recordatorios.

2/9/07

Lenaustrasse, 5 (Neukölln)


A veces, Berlín parece ser la escuela de todos los estilos o, por lo menos, aparenta tener el ejemplo de todos ellos. Todo lo que uno haya estudiado o leído tiene aquí su representación y a sus representantes. En una galería de arte pequeña, decorada de forma desnuda, colores de restos de otras vidas en los muros, hay una mesita de madera, antigua, como de salón de casa de una abuela, un par de sillas, un plato giradiscos y aparatos de metal, grabadoras, viejas cintas de cassette, vasos de plástico conectados con cables finos de metal, etc. Cada objeto parece sacado de la basura, pertenece al inventario de un mundo ya en desuso, caducado por la voracidad de la tecnología, provocando, por eso, fascinación y una cierta condescendencia. Nos sentimos historiadores de lo contemporáneo. Pero, seguramente, esas mismas reliquias no se nos habrían presentado con ese orgullo y esa arrogancia con los que se nos da lo último, lo más nuevo, lo modernísimo y se nos promete casi la eternidad, si hubieran sabido que poco después de ser creados iban a ser apartados tan rápida y bruscamente de la vida cotidiana, expulsados al olvido y convertidos en mero apunte de curiosidad en la historia del consumismo, pues, en realidad, fueron fabricados con la intención expresa de ser un bien perecedero y pasajero.

Por este motivo, cuando se nos dice que con esos objetos se hará música basada en las exploraciones de los ruidos surgidos, se produce una cierta desazón y un tanto de incredulidad, pues ni los instrumentos son los acostumbrados, la música, o mejor, el sonido, tampoco tenderá a perdurar, ni nosotros estamos habituados a tales experimentos.

En realidad, normalmente, se trata de un recurso viejo: la intención que se pone por parte del artista y del público en denominar algo como “arte” para imprimir el acento en otro lado, en la escucha. Todo esto es muy del estilo de John Cage. El azar, la improvisación, la importancia del medio y de las circunstancias y, sobre todo, la respuesta del público y su importancia esencial para definir como artístico tal fenómeno.

Ruidos de grabaciones provenientes de otros lugares y de otros tiempos, jugueteo con las grabadoras deformando los sonidos, estiramientos, raspones, silencios, imposturas de los intérpretes frente a los objetos y al público y, de repente, toda esa sinfonía de crujidos y de gestos altisonantes comienza a apagarse, y otro nuevo ruido surge lentamente, cada vez más alto y distinguible: el silencio. Todo se apaga y parece como si hubiera terminado ya la interpretación. Pero nadie dice nada y los músicos frente al público no se levantan. Hay tensión, como si ambas partes estuvieran esperando el siguiente movimiento de los otros, como si tuviera que haber algo más. Pero lo único que hay es el silencio y la intención de escuchar, ¿escuchar el qué?

Probablemente a uno mismo, escuchar su estar escuchando, la propia y común escucha como parte esencial y necesaria del concierto y de su comprensión, pues sin esa intención no serían posibles. Solo ella los distingue de cualquier otra cosa en un primer momento y es el primer paso de una larga caminata hacia una acción distinta a la de dar golpecitos con la cuchilla en el lavabo mientras nos afeitamos. Es ahí, en esa intención, donde público e intérprete se encuentran y donde se desvanece su separación. Es esto, precisamente, lo que uno oye en ese silencio que se abre ignoto en mitad de una representación así. Los límites se diluyen en una cierta heterogeneidad en la que la referencia ya no es uno mismo y el otro, sino lo otro, aquello que se ha abierto ante nosotros como espacio intermedio de reunión, un lugar de nadie y de todos donde sumergirnos de nuevo, como quien que ve a un viejo amigo después de tantos años, lejos de las regulaciones y las apariencias.

Por ello, ese desasosiego generado en algunas personas, ese levantarse por aburrimiento o esa inmediata incomprensión que gesticulan algunos en el acto, como para dar a entender su desaprobación y su rechazo, pues no siempre es agradable y atractivo el reencuentro con uno mismo y, menos aún, si la calle está a oscuras y no reconocemos las voces del fondo.



*Las fotos son de Lucia Baruelli.

12/7/07

Por la parte derecha del Treptowerpark

Por los caminos del parque de Treptow, por entre los árboles centenarios y alejándonos del río, nos adentramos en la espesura calculada por los paisajistas del siglo XIX. Éstos nos llevan a la intimidad de un yo pleno, seguro de sí mismo, que domina la perspectiva creada para dar placer al ojo, delimitado, regalándole la sensación continua de estar en un terreno harmoniosamente salvaje, como una idílica campiña inglesa; y por ellos nos llegamos a la avenida de Pushkin (Puschkinallee), donde se alza un arco de granito gris decorado con bajorrelieves e inscripciones.

No se trata de ningún triunfo, ni de un monumento laudatorio al estilo de los que encontramos en los parques románticos, sino de la entrada a un cementerio conmemorativo: el monumento soviético a los soldados rusos muertos en la batalla de Berlín. Por las características, tanto estéticas como arquitectónicas, el lugar cumple a la perfección con el sentido implícito en las palabras alemanas que se refieren a este tipo de monumentos: Denkmal y Gedenkstätte. La primera proviene directamente de la forma verbal con la que se exhorta a reflexionar sobre algo, ¡piensa! La segunda es una mezcla entre conmemoración, recuerdo, pensamiento y lugar, estado, sitio. Algo así como las antiguas estelas funerarias griegas que, en mitad de un camino, invitaban a detenerse y a reflexionar sobre la muerte, la finitud y la fugacidad de la vida. Sin embargo, en alemán es preciso añadir otro matiz. Como algunos filósofos y poetas han aclarado, la raíz del verbo pensar, “denk-“, está hermanada con otra, la del verbo agradecer, “danken”. Es decir, pensar y reflexionar es un acto de agradecimiento y viceversa, en tanto que pensar es también una forma de reconocimiento del otro.

En efecto, todo ello está dirigido de forma sentimental a convencernos sobre el heroísmo de un pueblo que se sacrificó por otro, la epopeya del campesino ruso blandiendo la espada de su libertad contra el nazismo y el sometimiento de sus hermanos alemanes. De cualquier modo, se tome como se tome, en este lugar yacen cerca de veinte mil soldados de la Armada Roja que murieron en la batalla. Así, pensar sobre esa liberación es hacerlo también sobre la deuda adquirida por Alemania y sobre el tutelaje de la Unión Soviética durante tantos años. El tono tiende a ser trágico y perdurable, de ahí los relieves duros, abruptos y definitivos sobre el granito y el bronce. Sin embargo, el realismo escultórico propio de los regímenes totalitarios se mezcla con ciertos elementos alegóricos que contribuyen a ese aire atemporal.

Al cruzar el arco de entrada al monumento, después de recorrer la alameda principal y llegar a una estatua de unos tres metros de altura, no vemos solo una figura de bronce, arrodillada, derrotada y doblada por el dolor y el llanto que tiende a encogerse igual que los pliegues de sus ropas, sino piedad y exhortación al padecimiento, vemos a la madre patria: ese ser ambiguo y hermafrodita que aúna los estereotipos de una y los clichés del otro, según el delirio de poder de la ideología de turno. Esta mujer es mayor y lleva el pelo cubierto con un pañuelo, está derrotada y es madre, su gesto es melodramático. El melodrama es un amaneramiento efectista de las formas sustentado en lo tópico, es decir, se trata de una apelación superficial a los sentimientos. Y esto es lo que interesa en este tipo de monumentos propagandísticos.

El resto contrasta por su fiereza y sus dimensiones exageradas. Frente a esta madre alegórica se abre una avenida arbolada que lleva hasta una puerta flanqueada por dos banderas rojas estilizadas, hechas en piedra granate, a cuyos lados se postran dos soldados armados y en actitud reflexiva. Desde ahí, en alto con respecto al resto del conjunto que se nos abre, dominamos la perspectiva: un área rectangular con sarcófagos laterales que se alinean hasta un montículo que vemos de frente. Los sarcófagos están historiados con bajorrelieves y narran la caída del pueblo bajo el nazismo y su posterior liberación, comentado con frases de Stalin, grabadas en ruso y alemán. Aquí apreciamos que la perspectiva es solo un juego simbólico, pues las figuras se apilan y se superponen sin intención de ser realistas o verídicas. Es una especie de gran cómic, en el que el argumento debe acoplarse al marco. En efecto, así parece suceder siempre desde el punto de vista de los escribidores: el mundo debe regirse por las reglas que ellos han preestablecido: lo que quepa, bien, lo que no, se reescribe. Si la reescritura no funciona, entonces se borra todo. Y, nosotros, en medio de este oleaje, con la distancia que nos da la perspectiva histórica, sentimos una especie de desarraigo y melancolía, sobrecogimiento que nada tiene que ver con el anhelo de perfección o de tiempos pasados, sino con la inseguridad propia del presente. Uno no se siente sólido, ni pleno y el yo ya no es esa figura impertérrita de antaño. A la pregunta cotidiana de adónde voy, estas piedras responden con el hueco abierto entre lo que fue, lo que se dice que ha sido y lo que nosotros pensamos que pudo haber sido. La respuesta es otra pregunta. Lo común a ellas es la semejanza de los seres que las formulan. Ahí está, tal vez, la posible enseñanza.

En el montículo, inspirado en un tipo de enterramiento eslavo medieval (“Kurgan”), unas escaleras suben hasta una cámara funeraria forrada de mosaicos con figuras de militares destacados en la batalla de Berlín. Sobre ésta, se yergue una estatua colosal de bronce. Se trata de un soldado que porta en una mano a un niño indefenso y, en la otra, una espada con la que acaba de romper una esvástica bajo sus botas. Al final, la patria renace, pero no camina, la protegen en brazos. En total, mide unos quince metros de altura.

En el mejor de los casos, uno se encontrará casi por casualidad con este monumento en medio del bosque. El sol de un día de finales de septiembre deja su sombra roja sobre los árboles amarillentos, el viento silba a ráfagas, las nubes pesadas por el agua juegan a aclarar el espacio, ensanchándolo, y uno solo, frente a tanta inmensidad, empieza a sentir frío. Entonces, a lo lejos, alguien sale de la espesura, recorre el cementerio y deja rosas rojas a los pies de una estatua. La historia no ha terminado.